viernes, 8 de junio de 2012

María Zambrano, una presencia decisiva

Por Emile Cioran


Basta con que una mujer se entregue a la filosofía para que se  vuelva presuntuosa  y  agresiva  o reaccione  como  una advenediza.   Arrogante,  al   tiempo   que insegura, visiblemente asombrada, parece a todas luces no hallarse en su elemento.

¿Cómo es posible que el malestar de  tal situación inspira no se produzca jamás en presencia  de  María  Zambrano?  Me  he hecho esta pregunta con frecuencia y creo haber  hallado  la  respuesta: María  Zambrano no ha vendido su alma a la Idea, ha salvaguardado su  esencia única situando la experiencia  de  lo  insoluble  sobre la reflexión acerca de ello; ha  superado, en suma, la filosofía… Sólo es verdadero a sus  ojos  lo  que  precede  o  sucede  a  lo formulado,  el  verbo  que  se  zafa  de las trabas  de   la expresión o, como ella ha dicho magníficamente, la palabra liberada del lenguaje.

Pertenece María Zambrano a ese orden de  seres  que  lamentamos  no  encontrar más que en raras ocasiones,  pero en los que no cesamos de pensar y a los que quisiéramos comprender o, cuando menos, adivinar. Un fuego interior que se  esconde, un ardor que se disimula bajo  una resignación irónica: todo en María  Zambrano desemboca en otra cosa, todo conlleva su otro lugar, todo. Por mucho que uno pueda hablar con ella de cualquier cosa, se tiene, sin embargo, la certeza de que antes o después nos deslizaremos hacia interrogantes esenciales  sin  seguir  necesariamente  los  meandros del razonamiento. De ahí un estilo de conversación en nada entorpecido por la tara de la objetividad y gracias al cual  ella nos conduce hacia nosotros  mismos,  hacia  nuestras perplejidades virtuales.  Recuerdo con  precisión el  momento en que, en el Café de Flora, tomé la decisión de explorar la Utopía. Sobre este tema, que habíamos tocado de pasada, citó ella una opinión de Ortega que comentó con  insistencia; yo resolví en ese mismo instante entrar a fondo en la nostalgia o en la espera de la Edad de Oro. Tal hice luego con una curiosidad frenética que, poco a poco,  había  de  agotarse  o  transformarse  más bien en exasperación. Lo cierto es que dos o tres años de extensas lecturas tuvieron su  origen en  aquella  conversación.

¿Quién  como  ella,  adelantándose  a  nuestra inquietud o a nuestra busca,  tiene  el don de dejar caer la palabra imprevisible y  decisiva, la  respuesta  de  prolongaciones  sutiles?  Por eso desearía uno consultarla al llegar a la encrucijada  de  una  vida, en  el  umbral de  una conversación, de una ruptura, de una traición, en la hora de las  confidencias últimas, grávidas  y comprometedoras,  para  que  ella  nos revele y nos explique a nosotros mismos, para que ella nos dispense de algún modo  una ab- solución  especulativa  y  nos  reconcilie  tanto con  nuestras impurezas  como  con  nuestras indecisiones y nuestros estupores.